sábado, 14 de enero de 2017

Emilio Crespo Díaz-Ubierna




Como aficionado a los paseos en bici de montaña por los alrededores de Huérmeces, no era raro encontrarme con Emilio en alguno de los caminos que llevan a Ros, Ruyales, Castrillo o Ubierna.

En el verano, muy pronto por la mañana, solía verlo ascender por cualquiera de los repechos que parten del pueblo; sin camisa, acompañado por su inseparable hacha, siempre caminando a un ritmo vivo y constante. En ocasiones, él llegaba al Páramo antes de que yo le diera alcance con mi sufrido pedalear. 

Siempre me pareció una buena persona y, aunque compartíamos afición e interés por el monte, sus plantas y sus bichos, la verdad es que no conocía demasiados detalles de su vida. Cuando nos encontrábamos en el Páramo o en La Lastra hablábamos sobre todo de árboles y hierbas, de viejos caminos y olvidados parajes.

A finales del pasado verano, comenté a sus hijos, Emilio y María Victoria, mis deseos de escribir algo acerca de su padre, para publicarlo en este blog. Les sugerí que prepararan una pequeña reseña biográfica que me sirviera de base. Cuando me la hicieron llegar, no creí conveniente añadir ni modificar nada del texto que ellos confeccionaron. Quién mejor que sus hijos para hablar de Emilio.  

Este blog se alimenta, como ya define su misma cabecera, de historias, gentes, parajes... Pero creo que cuando más disfruta es hablando de las gentes de Huérmeces. 


Emilio (1939)
Emilio Crespo Díaz-Ubierna (1923-2011) fue el sexto hijo de los nueve que nacieron del matrimonio de Victoria, nacida en Huérmeces, y de Esteban, oriundo de Castrillo de Rucios. De su infancia y adolescencia le gustaba recordar sus travesuras y los justos castigos que su madre le imponía. 


Como tantos otros de su generación, tras la mili en Vitoria y su boda con Lidia en 1947 emigró a la ciudad, en este caso a Madrid. Se establecieron en un piso de Cuatro Caminos, que al principio compartieron y pronto compraron, y en el que vivieron el resto de su vida. 


Emilio se aplicó con energía y denuedo al trabajo. Había heredado de su madre un carácter dinámico e inquieto, y los tiempos exigían compatibilizar empleos para sostener la economía familiar. Ni en vacaciones disfrutaba de descanso, pero no le importaba. En Huérmeces ayudaba a su madre mientras Victoria explotó sus tierras, y en Ruyales del Páramo a sus suegros, Francisco y Juliana. Las vacaciones eran solo un cambio de ocupación. Una vez, el carro cargado de mies —y en lo alto de él Rosita, su hermana menor— entornó al regreso de Valdelebrín. Al caer, Rosita se hizo una herida, de poca importancia por fortuna. Decidido como era, Emilio rasgó el bajo de la camisa roja que llevaba puesta y contuvo la sangre de la herida. También colaboró en trabajos comunales como el arreglo y la limpieza de las calles.


Era sociable y estaba siempre dispuesto a entablar conversación con todo el mundo. En el barrio de Madrid en el que vivió, se detenía cada pocos pasos a saludar a uno u otro de sus conocidos.  En la costa, hablaba con los marinos, que lo invitaban a conocer el interior de sus buques atracados en el muelle, o con los pescadores en sus barcas o, ya en tierra firme, con agricultores y pastores. Durante un tiempo, acostumbró a ir a las afueras de Madrid a una granja de avestruces; una vez, uno engulló en un santiamén el audífono que a Emilio se le acababa de caer al suelo. En Huérmeces hablaba con todo el mundo: con sus vecinos −como Nati y sus hijos−, con sus amigos −como Josines−, con su familia –como sus primos Fortus y Dina– y, por supuesto, con sus hermanos y sobrinos −imposible mencionar a todos−. 


Emilio en La Lastra (c. 1988)
Disfrutó intensamente del contacto con la naturaleza en Huérmeces sobre todo tras su jubilación. Era fácil verlo —sin camisa en verano o solo con camisa en primavera y otoño— salir de casa temprano —siempre madrugador— y regresar a la hora de la comida sin haber tomado un descanso: subía al pedregoso páramo que mira a Castrillo o al pinar del páramo de Ros; ascendía a las cuevas de Isilla o deambulaba por los verdes prados de Navatillo; recorría el páramo de Ruyales o descendía al Úrbel por la abrupta y rocosa bajada de Valdefrailes. A menudo iba solo, porque pocos eran capaces de seguir su ágil paso y afrontar los ásperos senderos que frecuentaba, pero le gustaba conversar con quien encontrara en el camino. Por la tarde daba paseos más suaves con Lidia. Se detenía a podar las ramitas de los arbolitos que habían nacido espontáneamente, para que creciesen y volviesen a dar sombra en los caminos. 


Sus salidas solían tener como objetivo buscar lo que la naturaleza proporciona. Pescaba a caña o con reteles a la orilla del río. Se detenía a coger moras o endrinas. Sus últimos años lo seguíamos hasta cerca de Montorio para agavillar ramilletes de gayuba, una planta silvestre con la que se prepara una infusión que, al parecer, tiene propiedades medicinales, entre las que está la de paliar el mal de próstata. En primavera buscaba espárragos. A fines de agosto mostraba las quitameriendas a sus nietos. Al final de verano iba en busca de avellanas al vallejo próximo a La Bagoya o escalaba las soleadas rocas que bordean el pozo de los García para coger té de roca. Tras las tormentas de estío salía a coger caracoles y en otoño buscaba níscalos y setas, que preparaba para cenar (y que Lidia no probaba). A veces el objetivo era descubrir al lobo o divisar buitres o ver un gamo correr junto al pinar próximo al antiguo destacamento militar de comunicaciones o por los riscos que dan sombra vespertina al río más allá de Fuentelahoz. 


Emilio falleció sin enfermedad declarada en junio de 2011. Los últimos años, su infatigable actividad, que nunca sucumbió a la pereza ni a la desidia, se centró en cuidar de Lidia, cada vez más acosada por el deterioro cognitivo. Fue bromista y bullicioso, locuaz, generoso y confiado. Tenía un genio muy vivo y afán ganador. Soportaba el dolor y la pena sin queja. Era divertido con los niños y poco amigo de convencionalismos. Se esforzó por mejorar hasta el último día. Aprendió y enseñó a valorar la naturaleza. Huérmeces no lo olvida.

(Emilio y María Victoria Crespo Güemes)


Peñas de Cotillos. En casa siempre escuché que este ejemplar de encina había sido podado por Emilio, y de ahí su tronco único






Apuntes familiares:

Padres de Emilio:
Esteban Crespo Crespo (Castrillo de Rucios, 1889 - Huérmeces, 1954)
Victoria Díaz-Ubierna Díaz-Villalvilla (Huérmeces, 1893-1965)

Hermanos de Emilio: Máximo, Cristóbal, Lucía, Andrés, Olegario, Maximiliano, Jacinta y Rosa.






1 comentario:

  1. Un 10 por el titular de este blog.
    Y otro 10, ¡¡ cómo no!! y por siempre
    en nuestro recuerdo y corazón para
    Emilio .
    (la hija de Josines )

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